I. LA ESTRELLA QUE ALUMBRA EL DÍA
TODOS LOS DÍAS AL AMANECER
LOS POETAS han cantado siempre a las estrellas como reinas de la noche y, sin embargo, todos los días, al amanecer, una estrella aparece por el horizonte brindándonos hoy, como lo hizo ayer y lo hará mañana, la oportunidad de conocerla mejor.
El Sol es una estrella. Muchos miles de años tardó el hombre en descubrir esta identidad que ahora a nosotros nos es tan familiar, pero debemos admitir que, efectivamente, la semejanza no es obvia. Mientras que el Sol nos presenta su enorme disco, nos deslumbra con su luz y puede hasta quemarnos con su calor, las estrellas no parecen ser nada más que pequeños puntos luminosos adheridos a una enorme bóveda, visibles solamente cuando la luz de aquél no opaca su débil resplandor.
No hace aún mucho tiempo que se consideraba que la naturaleza de los cuerpos celestes era radicalmente distinta de la de los cuerpos que componen nuestro mundo. Se pensaba que el mundo sublunar (el que está más abajo de la Luna) estaba compuesto por cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, mientras que los cuerpos celestes estaban hechos de una quinta esencia: el éter, diferente de las cuatro substancias terrestres. Mientras que todo en nuestro mundo sufre cambios y deterioros, los cuerpos celestes dan la impresión de ser eternos e inmutables, perfectos e incorruptibles.
Sin embargo, entre ellos parece haber también dos categorías: por un lado las estrellas, pequeños puntos de luz fijos a la bóveda celeste y girando con ella lentamente en el transcurso del día, y por otro unos cuerpos, que los griegos denominaron planetas —que quiere decir "errantes", "vagabundos"—, los cuales no parecen estar adheridos a la bóveda celeste, pues su posición respecto a las estrellas fijas cambia continuamente. Los cuerpos clasificados por los antiguos como planetas fueron: la Luna, el Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, pues, en efecto, cualquier observador oficioso que escudriñe noche a noche los cielos podrá percatarse del desplazamiento de estos cuerpos respecto al fondo de las estrellas, mientras que no podrá detectar, en el transcurso de toda su vida, ningún cambio en la posición relativa de las estrellas. Sin embargo, aparte de esta diferencia, todos los cuerpos celestes eran considerados perfectos y elementales, y aun cuando el hombre ya había iniciado desde la época de los griegos el desarrollo de la física como el estudio del conjunto de reglas que gobiernan los fenómenos que ocurren en la naturaleza, ésta no incluía el estudio de los cuerpos celestes, cuya inmutable apariencia no sugería necesidad alguna de él. La astronomía hasta hace poco tiempo tenía como único fin registrar las posiciones de las estrellas y determinar el conjunto de esferas que, girando alrededor de la Tierra, pudieran dar cuenta del complejo movimiento de los planetas.
El estudio de los cielos en la antigüedad se realizó dentro de un contexto mágico. La gente creía (y algunos todavía ahora creen) que las estrellas rigen los destinos de la humanidad y que pueden observarse en el cielo señales de buenos o malos augurios, y mientras el estudio del Sol como un sistema físico es bastante reciente, la adoración del Sol como un dios es tal vez tan antigua como los primeros grupos humanos. No existe mitología en la que éste no ocupe un lugar prominente, y esto es muy natural, ya que la relación entre él y nuestro bienestar y sobrevivencia misma es bastante evidente, sin contar que su preponderante posición en la familia celeste no puede pasar inadvertida. Sin embargo, ya los griegos en el siglo V a.C. especulaban sobre la distancia y las dimensiones del Sol, y Anaxágoras afirmaba que éste debería ser tan grande como el Peloponeso y estar tan lejos como ocho millones de kilómetros. Para sus contemporáneos estas dimensiones resultaban inaceptablemente enormes: el Sol no debería ser mayor que unos cuantos kilómetros y el Universo mismo no podía ser mayor de ocho millones de kilómetros.
Figura 1. Trayectoria del planeta Marte contra el fondo de las estrellas vista desde la Tierra. Si se observa la posición del planeta Marte cada diez días se verá que cambia según indican las cruces, empezando por el extremo derecho de la figura. Al cabo de cuatro meses habrá descrito la trayectoria que se muestra. Trayectorias semejantes son descritas por los demás planetas, cosa que ya habían notado los antiguos y por eso distinguieron a estos cuerpos de las estrellas cuyas posiciones sobre la esfera celeste no varían.
También Anaxágoras sugirió que un meteorito que cayó en Aegospotami durante el día provenía del Sol, por lo que éste debería ser una masa de hierro al rojo vivo. Sin embargo, pasaron más de 2 000 años antes de que se intentara un estudio sistemático del Sol como un cuerpo físico. Siguió, siendo considerado un objeto celeste, y por ende perfecto e inmutable, hasta que los rudimentarios telescopios del siglo XVII empezaron a escudriñar los cielos y a descubrir que, por lo menos los "planetas", eran sistemas complejos, con características superficiales marcadas y nada "divinos". Fue finalmente Galileo quien en ese siglo emprendió una observación telescópica sistemática de los cuerpos celestes más cercanos y trazó bosquejos de la Luna, mostrando su accidentada superficie; encontró que Venus no tiene luz propia, sino que sólo refleja la luz del Sol; que Júpiter posee una superficie listada y una corte de satélites; que Saturno tiene anillos y que el Sol es un cuerpo esférico que gira y en cuya superficie se pueden distinguir ciertas zonas menos brillantes que se observan como manchas. Así se fue descubriendo que estos cuerpos vagabundos no son en realidad de naturaleza distinta a los objetos terrestres y poco a poco el hombre adquirió confianza para tratarlos con el mismo rasero.
Figura 2. Dibujos de Galileo de la superficie lunar. Al enfocar el telescopio hacia la luna, Galileo pudo observar lo accidentado de su superficie y destacó su semejanza con la de la Tierra, con sus valles y cadenas montañosas. Hizo notar que la Luna no era tan lisa, uniforme y perfectamente esférica como los filósofos afirmaban eran todos los cuerpos celestes.
Poco después empezó a ganar aceptación la imagen de un sistema solar; el hombre, que durante miles de años había considerado a la Tierra como centro inmóvil del Universo, acabó por rendirse a la evidencia de que su mundo no era sino uno más de los planetas. Un nuevo sistema universal, con el enorme y bullante Sol establecido en el centro, rodeado por seis planetas opacos1 pendientes de su luz, algunos de los cuales a su vez poseen satélites girando en torno a ellos, empezó a volverse familiar y el estudio del Sol como un cuerpo físico empezó a dar sus primeros pasos. Con Newton, hacia finales del siglo XVII, la física de la Tierra se extendió hacia los cielos y el Sistema Solar se aceptó como compuesto por el mismo tipo de materia en todas partes y sometido a un único conjunto de leyes rigiendo su comportamiento. Finalmente el Sol dejó de ser motivo de adoración divina para convertirse en objeto de estudio científico. Pronto se tuvieron cálculos más precisos de su tamaño y lejanía y se encontró que su volumen es ¡un millón trescientas mil veces más grande que el de la Tierra! y que se encuentra separado de nosotros una distancia media de alrededor de ¡150 millones de kilómetros!, cantidades que exceden por mucho las atrevidas estimaciones de Anaxágoras.
LAS ESTRELLAS SON SOLES
Pero las estrellas seguían siendo un tema aparte. Nada parecía indicar que no fueran puntos fijos de luz adheridos a una esfera rígida que rodeaba al Sistema Solar. Ya a principios del siglo XVIII, Halley había hecho notar que por lo menos tres estrellas no ocupaban el mismo lugar que les asignaron los griegos y las diferencias eran tan grandes que él no podría creer que fueran errores, sino que pensó más bien que estas estrellas se habían desplazado. Nadie tomó muy en serio esta afirmación, pero hacia finales de ese mismo siglo las minuciosas observaciones telescópicas de Piazzi le permitieron advertir otra estrella que no estaba exactamente donde se le había observado siglos atrás. Muchos años de mediciones precisas posteriores permitieron verificar que efectivamente esta estrella se movía, y se le consideró como una estrella peculiar a la que Piazzi llamó "estrella volante". Observaciones con mejores telescopios en el siglo XIX mostraron que la estrella volante de Piazzi no era excepcional, sino que lo que nos impide apreciar los movimientos de las otras estrellas es que se encuentran por lo menos cientos de millones de veces más lejos que el Sol. ¡El Universo empezaba a resultar mucho más grande de lo que se había imaginado hasta entonces!, y pronto quedó claro que las estrellas no estaban todas sobre una esfera, sino que se encontraban esparcidas en un bastísimo espacio, algunas cercanas al Sol y otras mucho más distantes. Pero la conclusión más interesante de todo esto fue que si las estrellas, estando tan lejos, se nos presentan como puntos brillantes, entonces deberían ser enormes y poderosamente luminosas: ¡las estrellas deberían ser otros soles! Deberían ser enormes masas gaseosas incandescentes, tan enormes o más que nuestro Sol, tan calientes o más que nuestro Sol, tan activas o más que nuestro Sol y posiblemente poseedoras de sistemas planetarios como el nuestro. Qué pequeño se ha de haber sentido el hombre entonces.
Figura 3. Cúmulo estelar. Todas las estrellas que observamos en el cielo, aunque nos parezcan simples puntos de luz, son cuerpos semejantes a nuestro enorme e incandescente Sol, pero se encuentran tan lejanas que nos parecen diminutas. Algunas de las estrellas mostradas en esta fotografía son incluso más grandes y brillantes que el Sol, el cual es sólo una estrella de medianas proporciones.
Hoy sabemos que el Sol no es más que una estrella, una entre miles de millones de estrellas que pueblan nuestro vasto y tal vez infinito Universo; que no hay nada de mágico en los cielos y que nada en la naturaleza es perfecto, estático e incorruptible. La astronomía moderna trata del nacimiento, la evolución y la muerte de las estrellas, y especula sobre el principio y el fin del Universo. Muchas decepciones se ha llevado el hombre andando el camino de la ciencia, pero estas decepciones, que han disminuido el tamaño de lo divino, le han dado en cambio una gran dimensión a lo humano. Lentamente hemos aprendido a observar al Sol y a las demás estrellas con diferentes ojos y se ha ido tratando de construir una física que explique las observaciones. La física solar, término acuñado en los primeros años de este siglo, es hoy en día una de las disciplinas que mayores esfuerzos y recursos consumen en la investigación del mundo fuera de la Tierra, y grupos cada vez mayores de hombres y mujeres de ciencia se aglutinan en diversas instituciones de muchas nacionalidades con el propósito único de comprender mejor a nuestra estrella. Se trata de entender en el Sol a las demás estrellas y se utiliza también el conocimiento que se tiene de éstas para entender mejor a nuestro Sol. Después de todo, son primos hermanos y el aire de familia ya no puede pasar inadvertido.
TODOS LOS DÍAS AL AMANECER
LOS POETAS han cantado siempre a las estrellas como reinas de la noche y, sin embargo, todos los días, al amanecer, una estrella aparece por el horizonte brindándonos hoy, como lo hizo ayer y lo hará mañana, la oportunidad de conocerla mejor.
El Sol es una estrella. Muchos miles de años tardó el hombre en descubrir esta identidad que ahora a nosotros nos es tan familiar, pero debemos admitir que, efectivamente, la semejanza no es obvia. Mientras que el Sol nos presenta su enorme disco, nos deslumbra con su luz y puede hasta quemarnos con su calor, las estrellas no parecen ser nada más que pequeños puntos luminosos adheridos a una enorme bóveda, visibles solamente cuando la luz de aquél no opaca su débil resplandor.
No hace aún mucho tiempo que se consideraba que la naturaleza de los cuerpos celestes era radicalmente distinta de la de los cuerpos que componen nuestro mundo. Se pensaba que el mundo sublunar (el que está más abajo de la Luna) estaba compuesto por cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, mientras que los cuerpos celestes estaban hechos de una quinta esencia: el éter, diferente de las cuatro substancias terrestres. Mientras que todo en nuestro mundo sufre cambios y deterioros, los cuerpos celestes dan la impresión de ser eternos e inmutables, perfectos e incorruptibles.
Sin embargo, entre ellos parece haber también dos categorías: por un lado las estrellas, pequeños puntos de luz fijos a la bóveda celeste y girando con ella lentamente en el transcurso del día, y por otro unos cuerpos, que los griegos denominaron planetas —que quiere decir "errantes", "vagabundos"—, los cuales no parecen estar adheridos a la bóveda celeste, pues su posición respecto a las estrellas fijas cambia continuamente. Los cuerpos clasificados por los antiguos como planetas fueron: la Luna, el Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, pues, en efecto, cualquier observador oficioso que escudriñe noche a noche los cielos podrá percatarse del desplazamiento de estos cuerpos respecto al fondo de las estrellas, mientras que no podrá detectar, en el transcurso de toda su vida, ningún cambio en la posición relativa de las estrellas. Sin embargo, aparte de esta diferencia, todos los cuerpos celestes eran considerados perfectos y elementales, y aun cuando el hombre ya había iniciado desde la época de los griegos el desarrollo de la física como el estudio del conjunto de reglas que gobiernan los fenómenos que ocurren en la naturaleza, ésta no incluía el estudio de los cuerpos celestes, cuya inmutable apariencia no sugería necesidad alguna de él. La astronomía hasta hace poco tiempo tenía como único fin registrar las posiciones de las estrellas y determinar el conjunto de esferas que, girando alrededor de la Tierra, pudieran dar cuenta del complejo movimiento de los planetas.
El estudio de los cielos en la antigüedad se realizó dentro de un contexto mágico. La gente creía (y algunos todavía ahora creen) que las estrellas rigen los destinos de la humanidad y que pueden observarse en el cielo señales de buenos o malos augurios, y mientras el estudio del Sol como un sistema físico es bastante reciente, la adoración del Sol como un dios es tal vez tan antigua como los primeros grupos humanos. No existe mitología en la que éste no ocupe un lugar prominente, y esto es muy natural, ya que la relación entre él y nuestro bienestar y sobrevivencia misma es bastante evidente, sin contar que su preponderante posición en la familia celeste no puede pasar inadvertida. Sin embargo, ya los griegos en el siglo V a.C. especulaban sobre la distancia y las dimensiones del Sol, y Anaxágoras afirmaba que éste debería ser tan grande como el Peloponeso y estar tan lejos como ocho millones de kilómetros. Para sus contemporáneos estas dimensiones resultaban inaceptablemente enormes: el Sol no debería ser mayor que unos cuantos kilómetros y el Universo mismo no podía ser mayor de ocho millones de kilómetros.
Figura 1. Trayectoria del planeta Marte contra el fondo de las estrellas vista desde la Tierra. Si se observa la posición del planeta Marte cada diez días se verá que cambia según indican las cruces, empezando por el extremo derecho de la figura. Al cabo de cuatro meses habrá descrito la trayectoria que se muestra. Trayectorias semejantes son descritas por los demás planetas, cosa que ya habían notado los antiguos y por eso distinguieron a estos cuerpos de las estrellas cuyas posiciones sobre la esfera celeste no varían.
También Anaxágoras sugirió que un meteorito que cayó en Aegospotami durante el día provenía del Sol, por lo que éste debería ser una masa de hierro al rojo vivo. Sin embargo, pasaron más de 2 000 años antes de que se intentara un estudio sistemático del Sol como un cuerpo físico. Siguió, siendo considerado un objeto celeste, y por ende perfecto e inmutable, hasta que los rudimentarios telescopios del siglo XVII empezaron a escudriñar los cielos y a descubrir que, por lo menos los "planetas", eran sistemas complejos, con características superficiales marcadas y nada "divinos". Fue finalmente Galileo quien en ese siglo emprendió una observación telescópica sistemática de los cuerpos celestes más cercanos y trazó bosquejos de la Luna, mostrando su accidentada superficie; encontró que Venus no tiene luz propia, sino que sólo refleja la luz del Sol; que Júpiter posee una superficie listada y una corte de satélites; que Saturno tiene anillos y que el Sol es un cuerpo esférico que gira y en cuya superficie se pueden distinguir ciertas zonas menos brillantes que se observan como manchas. Así se fue descubriendo que estos cuerpos vagabundos no son en realidad de naturaleza distinta a los objetos terrestres y poco a poco el hombre adquirió confianza para tratarlos con el mismo rasero.
Figura 2. Dibujos de Galileo de la superficie lunar. Al enfocar el telescopio hacia la luna, Galileo pudo observar lo accidentado de su superficie y destacó su semejanza con la de la Tierra, con sus valles y cadenas montañosas. Hizo notar que la Luna no era tan lisa, uniforme y perfectamente esférica como los filósofos afirmaban eran todos los cuerpos celestes.
Poco después empezó a ganar aceptación la imagen de un sistema solar; el hombre, que durante miles de años había considerado a la Tierra como centro inmóvil del Universo, acabó por rendirse a la evidencia de que su mundo no era sino uno más de los planetas. Un nuevo sistema universal, con el enorme y bullante Sol establecido en el centro, rodeado por seis planetas opacos1 pendientes de su luz, algunos de los cuales a su vez poseen satélites girando en torno a ellos, empezó a volverse familiar y el estudio del Sol como un cuerpo físico empezó a dar sus primeros pasos. Con Newton, hacia finales del siglo XVII, la física de la Tierra se extendió hacia los cielos y el Sistema Solar se aceptó como compuesto por el mismo tipo de materia en todas partes y sometido a un único conjunto de leyes rigiendo su comportamiento. Finalmente el Sol dejó de ser motivo de adoración divina para convertirse en objeto de estudio científico. Pronto se tuvieron cálculos más precisos de su tamaño y lejanía y se encontró que su volumen es ¡un millón trescientas mil veces más grande que el de la Tierra! y que se encuentra separado de nosotros una distancia media de alrededor de ¡150 millones de kilómetros!, cantidades que exceden por mucho las atrevidas estimaciones de Anaxágoras.
LAS ESTRELLAS SON SOLES
Pero las estrellas seguían siendo un tema aparte. Nada parecía indicar que no fueran puntos fijos de luz adheridos a una esfera rígida que rodeaba al Sistema Solar. Ya a principios del siglo XVIII, Halley había hecho notar que por lo menos tres estrellas no ocupaban el mismo lugar que les asignaron los griegos y las diferencias eran tan grandes que él no podría creer que fueran errores, sino que pensó más bien que estas estrellas se habían desplazado. Nadie tomó muy en serio esta afirmación, pero hacia finales de ese mismo siglo las minuciosas observaciones telescópicas de Piazzi le permitieron advertir otra estrella que no estaba exactamente donde se le había observado siglos atrás. Muchos años de mediciones precisas posteriores permitieron verificar que efectivamente esta estrella se movía, y se le consideró como una estrella peculiar a la que Piazzi llamó "estrella volante". Observaciones con mejores telescopios en el siglo XIX mostraron que la estrella volante de Piazzi no era excepcional, sino que lo que nos impide apreciar los movimientos de las otras estrellas es que se encuentran por lo menos cientos de millones de veces más lejos que el Sol. ¡El Universo empezaba a resultar mucho más grande de lo que se había imaginado hasta entonces!, y pronto quedó claro que las estrellas no estaban todas sobre una esfera, sino que se encontraban esparcidas en un bastísimo espacio, algunas cercanas al Sol y otras mucho más distantes. Pero la conclusión más interesante de todo esto fue que si las estrellas, estando tan lejos, se nos presentan como puntos brillantes, entonces deberían ser enormes y poderosamente luminosas: ¡las estrellas deberían ser otros soles! Deberían ser enormes masas gaseosas incandescentes, tan enormes o más que nuestro Sol, tan calientes o más que nuestro Sol, tan activas o más que nuestro Sol y posiblemente poseedoras de sistemas planetarios como el nuestro. Qué pequeño se ha de haber sentido el hombre entonces.
Figura 3. Cúmulo estelar. Todas las estrellas que observamos en el cielo, aunque nos parezcan simples puntos de luz, son cuerpos semejantes a nuestro enorme e incandescente Sol, pero se encuentran tan lejanas que nos parecen diminutas. Algunas de las estrellas mostradas en esta fotografía son incluso más grandes y brillantes que el Sol, el cual es sólo una estrella de medianas proporciones.
Hoy sabemos que el Sol no es más que una estrella, una entre miles de millones de estrellas que pueblan nuestro vasto y tal vez infinito Universo; que no hay nada de mágico en los cielos y que nada en la naturaleza es perfecto, estático e incorruptible. La astronomía moderna trata del nacimiento, la evolución y la muerte de las estrellas, y especula sobre el principio y el fin del Universo. Muchas decepciones se ha llevado el hombre andando el camino de la ciencia, pero estas decepciones, que han disminuido el tamaño de lo divino, le han dado en cambio una gran dimensión a lo humano. Lentamente hemos aprendido a observar al Sol y a las demás estrellas con diferentes ojos y se ha ido tratando de construir una física que explique las observaciones. La física solar, término acuñado en los primeros años de este siglo, es hoy en día una de las disciplinas que mayores esfuerzos y recursos consumen en la investigación del mundo fuera de la Tierra, y grupos cada vez mayores de hombres y mujeres de ciencia se aglutinan en diversas instituciones de muchas nacionalidades con el propósito único de comprender mejor a nuestra estrella. Se trata de entender en el Sol a las demás estrellas y se utiliza también el conocimiento que se tiene de éstas para entender mejor a nuestro Sol. Después de todo, son primos hermanos y el aire de familia ya no puede pasar inadvertido.